El antiguo cementerio de Las Ramblicas por su proximidad al núcleo poblacional, distante tan sólo doscientos metros de algunas viviendas, constituía «un foco pestífero y una amenaza constante a la salud pública», sobre todo, si tenemos en cuenta que la zona adyacente experimentó a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX un cierto desarrollo urbanístico que había obligado, incluso, a la apertura de nuevas calles.
En 1867 la Junta Municipal de Sanidad elaboró un contundente informe sobre los problemas que acuciaban a este espacio, denunciando que «por su situación topográfica, enclavado en una cañada u hondonada, combatido por los vientos que reinan casi constantemente en esta localidad y hasta por el poco aseo de que es objeto, sin duda porque su extensión no permite otra cosa, hacen de este local un foco permanente de insalubridad y pestilencia. Las emanaciones de dicho cementerio están constantemente sobre toda la zona de la villa, correspondiente a todos los vientos de Levante».
En paralelo con la mejora de las condiciones urbanas y socio-económicas de Totana, la cual estaba experimentando un cierto avance en sus infraestructuras, es de señalar, igualmente, una mayor sensibilidad en sus dirigentes sobre la importancia del higienismo, una actitud que también se iría implantado progresivamente en la población. Este proceso indujo al Ayuntamiento a plantearse la necesidad de localizar un espacio en donde construir un nuevo camposanto, «capaz, ventilado y de buenas condiciones de que carece en absoluto el que hoy existe y en el que se inhuman según datos obtenidos de la mortalidad del último quinquenio, sobre 360 cadáveres, de todas las edades». Estas circunstancias, como también el apoyo que la Real Orden de 28 de febrero de 1872 concedía a los ayuntamientos para «adquirir por expropiación forzosa, terrenos con que ensanchar o hacer nuevos cementerios» inclinó a los regidores para acometer el proyecto a disponer en 1876 se procediese «a la adquisición de un plano, formación de presupuesto de coste de sus obras».
Posteriormente, en 1878, siendo alcalde de Totana, Mariano Garriguez Navarro, la Junta de Sanidad, tras reconocer diferentes zonas, rechazó aquellas en que por la dureza de su suelo, el influjo de los vientos o la cercanía al núcleo urbano, suponían un inconveniente, y optó por plantear la adquisición de un terreno situado al Este de la localidad, en la zona conocida como La Costera. En ella, el perito agrimensor encargado por el Ayuntamiento, Nicasio Clemente Martínez, acompañado de los propietarios de los terrenos, propusieron a las autoridades locales destinar en dicho paraje y para el fin mencionado, dos fanegas de tierra -1ha, 34a, 15 ca.- valoradas en 1.422 pesetas y 52 céntimos, cuyos propietarios eran: Alfonso Alarcón Aledo, Faustino García Valenzuela y Juan Serrano Mínguez. Para financiar la adquisición y construcción de dicha edificación se disponía de los recursos procedentes de la negociación de las inscripciones de Bienes de Propios que habían sido desamortizados en décadas anteriores.
Una vez que el Ayuntamiento contó con la titularidad del terreno procedió a encargar varios proyectos para afrontar la construcción del cementerio. Inicialmente se le encomendó este cometido al coronel de Ingenieros, Andrés Cayuela Cánovas y, posteriormente, a un maestro de obras de Alhama. A pesar de haber pagado planos y diseño no fue posible llevar a término ninguna de dichas propuestas.
Fue, en abril de 1882, siendo alcalde de Totana, Antonio Camacho, cuando se optó por confiar la ejecución del que sería el proyecto definitivo al arquitecto diocesano, Justo Millán Espinosa, un profesional consolidado y de prestigio que había ejecutado importantes trabajos.
El arquitecto diocesano Justo Millán Espinosa diseñó el proyecto del cementerio de Nuestra Señora del Carmen. Había nacido en Hellín en 1843. Tras cursar los estudios de arquitectura en Madrid, inició su tarea como profesor de matemáticas en su ciudad natal. Durante esta etapa aporta su visión urbanística para la ejecución de varios planes de ensanche y el Ayuntamiento lo nombra arquitecto municipal. En 1875 la Diputación Provincial de Albacete le confía el cargo de Arquitecto Provincial. En 1877, el rey Alfonso XII lo designa arquitecto de la diócesis de Cartagena. Ejecutó importantes trabajos reconstrucción del Teatro Romea en la ciudad de Murcia, Teatro Vico en Jumilla, edificio de la Diputación Provincial y cementerio de Albacete, plazas de toros de Lorca, Murcia, Cieza, Abarán, etcétera. En la década de 1890, llevó a término su proyecto de construcción de Cárcel del Partido Judicial en Totana. Murió en Hellín en junio de 1928.
Millán Espinosa concibió este cementerio como un espacio armónico, de estructura rectangular, con capilla en el centro, a fin de irradiar su sentido sagrado a todo el recinto. Además, en el proyecto inicial lo ornamental y romántico tenía un hondo significado, una idea que es expresada por el propio autor en estos términos:
«lo capital es disponer de tumbas, rejas, panteones, paseos, sepulturas, árboles, etc. de tal modo y en tales condiciones que manifiesten al ánimo, no lo que la muerte tiene de repugnante sino lo que el reposo eterno de los muertos encierra de sagrado y melancólico, a fin de que estas perspectivas lleguen al alma fatigada de la lucha y contrariedades de la vida, con la seguridad de tener después de la muerte un poético descanso para el cuerpo lacerado, y una dulce esperanza para el alma ardiente que contiene el impalpable y también imperecedero fuego del pensamiento».
Un cierto historicismo, no exento de gusto por lo romántico, preside las propuestas que Justo Millán elabora para las construcciones fundamentales de este espacio sagrado, un recinto, por otra parte, de hondo significado, entidad y sentimiento, en donde reposan los cuerpos de multitud de vecinos de esta tierra. En el fundamento de haber muerto con Cristo para ser glorificados con Él, reside la certeza de muchos de los sepultados en este recinto, fallecidos en la fe del Crucificado. Así, alentados por las palabras de san Pablo, aguardan la Resurrección en Cristo: «si hemos llegado a ser una misma cosa con él por una muerte semejante a la suya, también lo seremos por una resurrección parecida».
Millán Espinosa concibe el cementerio de Nuestra Señora del Carmen como un espacio rectangular, amurallado y dividido en varios tramos. El primero de ellos, el de mayor entidad, en torno a la capilla, edificación que centra el conjunto. En él se ubica la zona de panteones, en la calle principal y adyacentes, como también alrededor de las tapias. La construcción de estas edificaciones se dejaba a criterio de los adquirientes, con el único mandamiento de que los cadáveres quedasen debajo de tierra. A espaldas de la capilla se concentraban las sepulturas de suelo. En cada uno de los extremos aparece un osario, espacio popularmente conocido como huesera, en el que acoger los restos de los sepultados en fosas temporales. Un segundo tramo, en la zona final del plano, en el que los laterales se destinaban a osario, acogía los enterramientos provisionales, realizados directamente sobre el suelo, túmulos con sencilla identificación, básicamente una cruz de hierro y como cubierta, losas fabricadas en la localidad. Este tramo denominado fosa general, era un espacio de «zanjas paralelas cuyo ancho debe ser el largo de una persona, separadas unas de otras por paseos que permitan el servicio de entrada y salida y la colocación del número a que corresponde el enterramiento».
El primitivo proyecto sufrió importantes modificaciones con una considerable pérdida de la ornamentación prevista, pues el Ayuntamiento, limitado por las escasas posibilidades económicas, redujo el diseño de Justo Millán a su expresión más simple y, por tanto, menos costosa. Los dos conjuntos que se vieron empobrecidos fueron la portada principal y la capilla, al ver reducida su decoración y estructura arquitectónica. Siguiendo las indicaciones del arquitecto redactor del proyecto el recinto se amuralló pues, «todo cementerio debe ser cerrado porque es lugar sagrado para la ley, santo para la Iglesia, respetable para todo hombre, sean cualesquiera sus opiniones, disponiendo al efecto una tapia tan fuerte y resistente, tan bella y rica, cuanto consienta y pueda la riqueza de la población».
A la izquierda, alzado de la fachada diseñada por el arquitecto Justo Millán Espinosa. A la derecha, la propuesta que, finalmente, se llevó a cabo. Para la portada, Millán Espinosa planteó un diseño de estructura clásica, inspirado en los arcos de triunfo. En los pilares que enmarcan la puerta de hierro forjado las letras Alfa y Omega, Principio y Fin en Cristo, recuerdan su significación redentora y salvadora, como también las Tablas de la Ley y la Biblia, en donde reposa la verdad de la Palabra. Cada uno de estos elementos está encuadrado en lauras encintadas, enmarcadas, cada una de ellas, por pequeñas columnillas adosadas. El entablamento se remata por una serie de originales dentículos que guardan una cierta sintonía con la decoración que, imitando a colgaduras, recorre la parte superior del arco de herradura que acoge la apertura de entrada al recinto. En los pilares, antorchas invertidas, nos recuerdan que ha concluido el tiempo de la vida. Lamentablemente no fue posible llevar a cabo la proposición de Justo Millán, ejecutándose una edificación mucho más austera y sencilla. En ella podemos contemplar la puerta de hierro construida por el maestro, residente en Murcia, Andrés Martínez y retocada por el herrero Francisco Cánovas.
A la izquierda, alzado de la propuesta de Justo Millán para la edificación de la capilla. A la derecha, la obra tal y como se concluyó. La realidad obligó a materializar un conjunto menos ostentoso que el original. En el diseño primitivo sobre un zócalo de piedra emerge un muro que imita hiladas de sillería. Esta monotonía se rompe por el perfil de la cornisa, que se adelanta en la zona de la puerta de acceso. A lo largo de la fachada un frontón, en el que destaca la forma triangular central, aparece decorado a base de rombos, sobre los que se sobreponen, en los extremos, columnas pareadas. Encima de cada una de ellas descasan flameros. El conjunto presenta reminiscencias propias de un mausoleo, corroborado por la magnificencia de la cúpula. Esta edificación ha sufrido diferentes restauraciones a lo largo de su existencia. En la década de 1930, al amenazar ruina el conjunto, se hubo de actuar urgentemente sobre él. La última restauración ha conseguido realzar de un modo agradable la belleza del conjunto.
Según la planificación de Justo Millán el cementerio estaba estructurado para acoger 5.715 cadáveres, repartidos en 402 panteones, que podían contener 1.984 plazas, 458 fosas nichos, preparadas para albergar 687 cadáveres, 884 sepulturas y 2.160 plazas en la fosa general.
Una vez que el proyecto, memoria y presupuesto habían sido aprobados por el Ayuntamiento de Totana, los documentos se remitieron al gobernador civil de la provincia que, con fecha 9 de agosto de 1882, determinó que no se llevase a cabo hasta no tener «consignado el crédito de 48.386,29 pesetas en que ha sido apreciado el importe de las obras». A esta cantidad había que añadir 7.000 pesetas para indemnizaciones y expropiación de terrenos para las vías de acceso. Para afrontar el importe total, que ascendía a 53.386,29 pesetas, el Concejo totanero, ante la falta de recursos ordinarios, determinó «aplicar en parte el producto de la tercera parte del 80% de los propios enajenados». Este patrimonio, valorado en 221.780,78 pesetas, permitiría atender con total amplitud los gastos reseñados. En apoyo a esta propuesta los concejales aportaban el positivo impulso económico que para la localidad supondría esta inversión, al ofrecer trabajo a «los muchos braceros que hoy no lo tienen», como también para la salud pública, al eliminar el foco de infección que suponía el antiguo cementerio.
Superadas las dificultades, la tramitación del expediente y la provisión de fondos, comenzaron las obras del cementerio civil de Totana, en el que, desde el verano de 1883 está documentado el pago de materiales y jornales. Para finales de ese año se había ejecutado una parte importante de la edificación de la capilla y la de la casa del enterrador. Tras el paréntesis de los meses más fríos del invierno se reanudan las obras para febrero de 1884. Una vez finalizados los trabajos surgieron dificultades a la hora de proceder a su bendición, pues las condiciones que planteaba el obispado no eran asumibles por el municipio. Ante la llegada de la estación veraniega y con ella el calor, época propicia para la proliferación de epidemias, preocupados «por los perjuicios que a la salud pública pueden seguirse, si perentoriamente no se procede a la clausura del cementerio actual y se habilita el nuevamente construido», el Concejo comisionó a un grupo de regidores para entrevistarse «con el gobernador civil de la provincia y orillar por mediación de dicho señor las dificultades que a ello opone el Vicario Capitular de la Diócesis». Las dificultades se subsanaron con la aprobación en junio de 1884, del «Reglamento para el régimen, gobierno y administración económica del cementerio general de la villa de Totana» que, bajo la advocación de la Santísima Trinidad y Nuestra Señora del Carmen, reconocía su titularidad y administración a cargo del Ayuntamiento de Totana, a la vez que considerándolo «puramente Católico» se ponía, «en cuanto afecte a su carácter religioso y sagrado, bajo la vigilancia y dirección de la autoridad eclesiástica, representada por el capellán».
De este modo, en ceremonia no exenta de polémica, por cuanto los concejales denuncian no haber asistido por haberse enterado extraoficialmente del acto, se procedió a su bendición el 15 de septiembre de 1884. Se inauguró el nuevo recinto el 1 de marzo de 1885, tras la clausura el día anterior del antiguo cementerio.
La zona de mayor entidad arquitectónica del conjunto se sitúa en la calle principal, entre la puerta de entrada y la capilla. En ese tramo y a ambos lados encontramos emblemáticos panteones, propiedad de acaudaladas familias totaneras, como también el panteón de los curas. Se trata fundamentalmente de sencillas construcciones en ladrillo con una estética neogótica, en consonancia con el gusto del momento y en línea con la claridad, esbeltez y ventilación con que se quiere dotar a estos espacios. Además, en la simbología de un estilo que aspira a presentar la grandeza de lo espiritual y la inmensidad del amor de Dios, en un momento en el que el alma necesita del encuentro con los brazos amorosos del Padre. La mayor parte de ellos sitúan los enterramientos en una cripta por debajo del nivel del suelo, a la que se suele acceder por una escalera. Encima de las sepulturas, en la capilla, aparecen pequeños altares con imágenes devocionales. A la espalda de ambos tramos se pueden contemplar también algunos panteones de interesante diseño, al igual que, adosados a los muros de la fachada principal. En el resto de espacio predominan los enterramientos en el suelo, divididos, en un principio en sepulturas de adultos y de niños. En la actualidad esta división ha desaparecido.
En las primeras décadas del siglo XX el Ayuntamiento llevó a cabo cesiones de terrenos a las congregaciones religiosas existentes en la localidad. En 1900 a los Capuchinos, una actuación que se hizo firme en 1920; y en 1913 a las Hermanas de la Caridad de San Vicente de Paúl y a las Siervas de Jesús.
Portada del cuadernillo editado en 1887 impreso en la Tipografía de Las Provincias de Levante (Murcia). En él se recoge el «REGLAMENTO PARA EL RÉGIMEN, GOBIERNO Y ADMINISTRACIÓN ECONÓMICA DEL CEMENTERIO GENERAL DE LA VILLA DE TOTANA». Un documento que había sido aprobado el 13 de agosto de 1884 por la Junta Municipal.